Decía Sartre que cada hombre debe inventar su camino, y si esto es casi siempre
verdad, es un axioma cuando se trata de la vida y de la obra de un artista como
EDUARDO VEREDAS, un hombre que concibe Sus sueños con amor y los pare con
dolor. Amor al arte a veces tan intenso que rompe el corazón para albergar la
belleza, una visión de¡ mundo, una respuesta estética al caos perenne,
germinal doliente y hermoso de las vidas y de la vida, pero también un
lenguaje, una voz que clama en el desierto de quienes legos aún tenemos, con
Rudyard Kipling, que aprender a ver el negro y el amarillo si queremos
comprender el blanco. Eduardo Veredas, un joven maduro nacido en Avila de los
Caballeros, recoleto santuario de su amado padre don Antonio -teresiano
ilustrador del Libro de la Vida de la santa- y a quien el peso de la púrpura
paterna no abruma sino enriquece,
y hace salir de su Ciudad de Don Ramiro amurallada, y vagar por sus ruinas y
rincones y escombreras, caminar por el fértil Valle de Ambiés hacia las cimas de Gredos, pero sobre todo si
todos somos pescadores en el arroyo de la vida, como diría Thoureau, echar su
anzuelo más allá del Adaja. Y en el anzuelo de Eduardo Veredas pesca
milagrosa, con una caña paleta y pincel o espátula, expresión mística y
resolutiva en un REALISMO TRÁGICO, amor y dolor de hombre, y mágico, la mirada
en la tierra, el corazón en el cielo, y en las manos abarcas las formas reales
y soñadas, la luz inverosímil, la sombra perenne, el color sobrio, la belleza
inaprensible. Dibujos y acuarelas, frescos y pasteles, óleos según el bodegón,
o el paisaje, la pared y el rincón rural, el templo y la ruina, y sobre todo la
gran prueba del hombre y la mujer retratada, y siempre la forma y la figura verídica
y sorprendida, el espacio distinto y distante, el silencio sonoro, el gris pétreo
y el blanco virginal, la sombra misteriosa, el rayo de luna y de sol, lo
temporal de la piedra y de¡ verde fruto, lo fugaz de la rosa, la eternidad de
Dios. Bodegones y chabolas, calles muertas y cimas nevadas, murallas derruidas y
serranías perennes, gladiolos y muchachas en flor, y viejas y hornacinas, hacen
de la obra de Eduardo Veredas, una pintura en libertad, nunca moralizante ni didáctica,
sino humilde y silenciosa, testimonial de la belleza y en ella, a la par,
continuidad de Zurbarán y tempestad romántica, y ruptura con toda escuela o
manierismo, sobre todo paz y amor, y desde el talento y la dignidad
reparación de olvidos y memoria. Eduardo Veredas memoria de sí y de los años
decisivos, cazador de almas de instancias y de instantes, reivindicador de
amores y dolores, tratando, 250 años después de Goya, de enriquecer su paleta,
de perfilar con sus pinceles la verdad, de poner una mordaza de belleza en las
fauces de su tiempo, en el rostro de su patria. Eduardo Veredas bienaventurado
Apeles, soñador de mundos eternos, en un tiempo en el que, como diría
Catherine David: «el
arte lo tiene difícil en una sociedad que vive la cultura como un aran bazar»,
pero
en el que sigue válida la sentencia de Plutarco: «el
alma no es un vaso que hay que llenar, sino un hogar gue es preciso calentar»; gracias,
Maestro, por haber calentado la mía.
Francisco
José Flórez Tascón
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