Roberto Rivas

 

 

 

Comenzaban a aletargarse las memorias, cansinas de absenta, de variedad de alcoholes. Se embriagaban los sentidos, tan llenos de desesperanza.

Yo, totalmente ebrio, flotando es este ambiente cálido de risas apagadas en la huida, de conversaciones que se alejan, seguía contemplando los movimientos lentos, delicados, de aquella mujer que ensanchaba sonrisas.

Daban vueltas. Giraban los objetos.

Me estalló la cabeza. Di paso a los sueños que esperaban el asalto en esta guerra interna. Visión doble y extraña.

Antes, oí el sonido metálico de una persiana que desciende, y un <<adiós>> o <<hasta luego>>.

Ella, temerosa de Dios, grita <<Padre deseo confesarme. He pecado>>

La pregunto. Entro en el ritual absurdo del juego que desea. Me visto con hábitos sobre la piel desnuda. Ella mantiene sus ropas. En mí, áspera tela de otros tiempos. Castigo. El roce es doloroso. Mi espalda flagelada, abierta en llagas, en heridas de hierro como estigmas.

La pregunto <<¿Cuáles son tus pecados?>>

Ella tiembla. Yo aparto la mirada, que ha logrado colarse, esquivando las láminas de madera que se cruzan, entrando por los huecos de esta celosía. Quiero apartar mi mirada que se disuelve ahora, contra mi voluntad, cada vez más esquiva, con el tibio calor de sus labios, anchos gruesos, carnosos. No quiero ver sus ojos mientras huyen al suelo avergonzados, tímidos, y deja ver la curva perfecta de sus cejas, otro enigma.

Miro la cortina roja, que no existe, la madera ruda de este confesionario.

El calor se va haciendo insoportable. Hay dolor. El dolor que provoca la tentación. Demonios que se acercan.

Se muerde los labios. Mi mirada ha vuelto a ellos. Se humedecen al contacto de sus dientes. La luz mínima, casi penumbra, les confiere brillos como tierras o muebles. Conozco esos labios de sonrisas anteriores. Labios que al contacto sabrán a pulpa de frutas, a olas de mar, a galope de caballos.

Habla: <<Mi cuerpo. No puedo contenerlo. He pecado de obra. Castígueme, padre. Mi carne ha sido débil>>.

<<Dios mío, dios mío>>, exclamo. No hablo por ella. No hablo con ella. Todos mis miembros se contraen. Se dilata, aumenta de tamaño mi verga, que al percibir el lino, al doloroso roce, se solivianta aún más. El calor, llamas del infierno, crece, se multiplica, abre todos los poros de mi cuerpo, que comienza , se reinicia, continúa sudando. Estoy licuándome, convirtiéndome en agua.

Sonido de caballos sus labios que ahora callan. Apocalipsis cercano. Sus ojos, se abren, intentan encontrarme tras este enrejado que nos une, nos separa. Ahora no temen. Se sorprenden. Juegan a pulsiones hondas.

Quietos, tras los lentes, en largas acrobacias como invitaciones, me hacen despertar un tanto de este sueño etílico que padezco.

Salgo del encierro entre maderas. Busco el encuentro. Me apoyo, en la salida, en una especie de teléfono de monedas, crucifijo transformado, que cuelga desde la madera. Línea directa con Satán, imagino.

Los bancos de la iglesia, ermita, pienso son como mármoles duros, como mesas, fríos. No imitan cruces. Las limitan, si acaso, en su posición al suelo.

La miro. Me seduce, maligna, con esa sonrisa conocida, apenas existente, que a la vez ruega piedad.

He de limpiarte, --digo--. Estás condenada eternamente. No te ha de salvar la comunión. Carne contra carne. Quien a hierro mata a hierro muere. Ven aquí maldita pecadora.

Los vapores de alcohol casi me vencen. Los olvido.

Me arrodillo ante ella. Me despojo del hábito. La descalzo. Ella comprende. Sus dedos acarician mi cabeza, se enredan en mi pelo. Se pierden.

Recorro su tobillo con un dedo. Subo, asciendo. Allegro. Presto. Vivo. Hinco mis dedos en sus nalgas. Tiro del pantalón, de licra roja, elástico. Descubro unas braguitas tenues. Estrechas. Unos pelos que se escapan. Que se confunden del color, tan negro, de la prenda que ahora casi arranco, deslizo, hasta que cae.

Antes he besado sus muslos. El interior de sus muslos. El lugar donde nace una nube húmeda, hacia tormenta.

Descubro su piel almendrada, de sabor a canela. Me nacen los olores acres, el olor a mar, el olor a galope de caballos. Sudo. Ahora un sudor frío. Se estremece mi espalda, en un largo golpe en zig-zag de arriba abajo.

He de limpiarte, amor—digo en voz baja. Tus pecados te serán perdonados.

La obligo a sentarse en el banco cercano. Es ella quien me lleva, caminando hacia atrás como si huyera. Yo, penitente, avanzo de rodillas. Su mano en mi mano, arrastrándome.

La ropa, desprendida, nos señala el lugar de los comienzos. Génesis de confesiones íntimas.

La separó las piernas. Ella avanza su pubis hacia mí. Me rodea el rostro con sus piernas. Aprieto, de nuevo, mis dedos en sus nalgas. Dejo marcas en ese territorio nuevo, recordado.

Lleno su sexo con mi lengua, saciándome con la acidez del pecado. Quiero ver su carne que se agita. Ella se mueve, se estremece, se rompe en gestos, se desnuda, arranca la ropa que la queda. Baja su mano. La hunde en su sexo. Sus dedos y mi lengua se refuerzan en su abertura cálida. La tormenta crece. Me inunda la boca el río desbordado.

Me arranca los lentes. Los arroja lejos. Ruido de cristales rotos. Me obliga a alzar la vista. Tira de mi cabeza con su mano libre. Descubro su piel que palpita. Sus pechos, como ojos, se esconden bajo un chaleco negro, única prenda, con sus lentes, que ha dejado en el acto del misterio.

Mi boca vuelve a su coño. Mis manos buscan sus pechos, donde tiritan lívidos, donde se engordan graves, unos pezones como estrellas, tocones de carne gutural, dura y enhiesta. Los acaricio. Los toco. Los amaso. Mis manos se llenan de sus pechos. Toman conciencia de sus pechos. Crecen con sus pechos. Los separo. Los uno. Imagino sus pechos como esferas de reloj, perdido el tiempo, su significado.

Mis labios se recrean, se electrizan, se asfixian, transpiran, se deleitan, se abrasan, se refrescan, crepitan, se calientan, se enrollan, se retiran, se enardecen, se mueren de placer al llenarse con sus sabores, con su carne magreada. Cuando mi lengua toca, aletea sobre el botón más breve, la oscura punta carnosa, volcán despertado que nace entre sus pliegues, su clítoris fecundo, ella brama, gime, se revuelca y le crecen los instintos más bajos. Su raja parece abrirse aún más por que mi lengua limpie en todo lo profundo.

Mi miembro va a estallar.

La agarro. La volteo. La arrodillo.

Reza por mí, por ti, por todos,...—casi grito.

Introduzco mis dedos en su cueva de gato, caverna de ogro. Hurgo. Ella comienza a recitar un <<Dios te salve, María. >>, la golpeo las paredes más internas, <<Llena eres de gracia. >>, tintineo mis dedos, <El Señor es contigo>>, los saco, hago en, caricia, una señal de la cruz sobre su espalda, <<Bendita tú eres>>, me agarro a su culo, separo sus nalgas, abiertas redondeces, y dejo al descubierto la gruta más mínima, <<entre todas las mujeres>>, la acaricio muy leve, la humedezco con sus propios licores, <<y bendito es el fruto>>, coloco la punta de mi polla, ahora gruesa, fuerte, <<de tu vientre>>, en el agujero malva de su ano. La clavo de un golpe, un golpe de caderas como látigo.

Ella grita <<Jesús>>, repite <<Jesús>>, sigue <<Jesús>>, cada vez más alto.

Yo me agito en su culo. Dentro de su culo. Un culo poderoso. Amplio su herida. La desgarro. Su agujero se estrecha. Se ensancha. Sus entrañas se crispan.

Grito. Gimo. Me hago hombre. La inundo con mi esperma caliente el conducto profundo en que me encuentro.

Salgo de ella. Su cuerpo se relaja. Cae. Se tiende.

Una lágrima resbala en su mejilla.

Me tiendo junto a ella. La beso en la boca. El tacto a caballos en sus labios.

Tiene los ojos cerrados.

Inicio un masaje en sus pechos, de los que ya conozco. Los amaso con las palmas abiertas. Me agacho. Meto un pezón en mi boca. Lo chupo. Lo saboreo. lo seduzco. Paso al otro.

Satán huye de ti. Acabemos.

Mi verga, un instrumento débil, se renueva en su fuerza. Cobra un vigor nuevo. Con un movimiento me subo sobre ella. Me muevo. Penetro en su vagina. Voy. Vengo. Cuando llego al fondo retrocedo. Como el temeroso hombre de los cuentos. La abrazo. Me muerde en el hombro como si quisiera comulgar de mi carne y mi sangre. Me araña. Empujo. Salgo.

Nos convertimos en un sólo cuerpo. Unión mística. El éxtasis. Encuentro con un Dios como un ronquido, un estertor amplio.

La obligo a bajar. La pido que baje. A introducirse mi mástil. La empujo. La lleno la garganta.

Temeroso, invoco el nombre de Yavé.

Su vientre tiembla.

Sus dedos merodean su bosque. Veo caballos al trote en su guarida.

La hago tragar, chupar. Ella traga, chupa.

De pronto, iluminado por no sé que reliquia, la agarro por el cuello. Comienzo a apretar. A mover su cabeza hacia delante. Hacia atrás. Su boca se abre en un grito callado, sordo, inaudible.

Mi miembro golpea su cara. Aprieto aún más. Ella que lucha por soltarse. Mi verga se tensa. La golpea el rostro. Abre sus ojos hasta casi explotar.

Me corro.

Cae. Su cuerpo queda inmóvil. Su rostro, bañado con mi semen. Le queda dibujada un sonrisa de ángel, como si hubiera ganado el paraíso.

Despierto. Un policía me grita. Oigo sirenas. Ella, quieta, desnuda entre las mesas, es izada, subida, su vida apenas nada, a una camilla. Me esposan. La cubren el rostro.

Me duele la cabeza. No comprendo los gritos de gente, caballos furiosos que quieren cocearme.

Tiene derecho a permanecer callado. Se le acusa de homicidio y violación. Tiene derecho a un abogado...

Amén,... o quizás amen.

 

En Toledo tú, la soledad y la muerte

 

 

Raúl del Olmo

 

 

Imaginaros al joven más hermoso del mundo paseando por la ciudad más triste. Una rama de espino abrazada a un corazón. Y un escuadrón inmóvil de peces de plata dueños del azur.

Magdala ascendía la colina sagrada, con su túnica ornada de rojos meandros como sierpes de sangre. Tenía el don de provocar en quien escuchaba sus recuerdos, visiones paralelas que, aunque brotaban de las palabras de Magdala, pronto surcaban nuevos cielos. Como cuando me contó sobre los extraños objetos de metal que cobijaba aquel jardín salvaje, y de pronto recordé las primeras gafas de Aldo Busi que enterró -quedándose cegato un año- por si se reproducían gracias al rocío de la Virgen, para regalarle un par a su amigo, miope también; y luego ya no las encontró.

O sus serpientes de fuego despertaron en mí la imagen de aquel otro ofidio que vi serpentear el torso desnudo de un joven tatuado.

Y mientras dejamos a Magdala zigzagueando por callejas empedradas, fijémonos en nuestro bello caballero medieval, y en el bolsillo de su camisa donde asoma un sobre que contiene unas palabras que ama a pesar de no ser las deseadas, que serían:

"Te amo. ¿Besarás mis párpados?

Sigfrido."

Y recordó paisajes oníricos sólo posibles en la noche, al asomarse a las antiguas puertas de la muralla: los cielos llenos de cometas como el interior de un caleidoscopio; en la oscuridad del eclipse total refulgían esos cristales de mineral, giróvagos a la luz polarizada. Bajo esta atmósfera amenazante tiembla la Troya del Greco pero virada en sepia; el manto de Laocoonte carbunclos sangra; el trueno habla: "fue tu locura besar el sol, y tu castigo este látigo que estrangule tu frágil creación". También se tiñen de rubíes los cantos rodados de las siete cuestas que Magdala asciende arrodillada. Entonces Sigfrido acepta el sacrificio, y desciende entre legiones de ángeles de alas negras para abrazar a nuestro héroe, de cuya testa se ladea y cae el alto tocado oriental liberando las oscuras ondas del cabello y su canto de espuma. ¿Pero por qué los ojos de Magdala asemejan un torrente que se desborda? Si su alma parece precipitarse como una lluvia torrencial. Llorar por la boca, llorar por los poros, llorar hasta ahogarse en este océano de lágrimas.

RAÚL

 

 

Heraclitoridiano relato ribereño

 

Enrique González

 

 

Las luces seducidas por la noche manaban de las farolas plantadas allí como enguirnaldamiento y alumbre del río, presentado algo torpe a sus ojos de puentes. El río penetraba en la ciudad con su lameteo de liquido fuliginoso, suave y largo, resbalando sobre los inveterados muros pedregosos que lo encajonan, como agradeciendo cierta ayuda en su definición acompasada con su escurridizo hilo, ineluctablemente carcelaria como un cuero ajeno. Algo hay en ello que me acerca a las paredes de los vasos sanguíneas que impiden la desmoronaci6n de la anatomía cuando palpitan objetivos de arqueros en sus ratos más intensos, movidos por las idas y venidas en un tiempo unidireccional.

Las luces seducidas por la noche se solubilizaban en un sueño apóstata de reunirse con las estrellas colgadas de la noche, para deseoso zambullirse en el río suavemente como una lluvia desgajada en incandescencias, y acabar meciéndose tornadas a ojos fulgurosos en las infinitas y delicadas ondas que los dedos del alma de la ciudad formaban con sus caricias en la piel del río. El paisaje se acopiaba así de toda la sustancia idílica de la noche, componiendo un cuadro armonioso entre el río, sus vetustos flancos, los tranquilorros y acaramelados edificios alineados en la avenida, las farolas t sus cabezas teosóficas centelleando en la lengua de agua negra, nuestro paseo y mirones solitarios apostados junto al labio de piedra en actitud de saber la espera.

El río era un silencio húmedo de ocultas semillas de atlántidas que avanzaba por un camino consumidor de tiempo. Lengua que devoraba a la ciudad en humano cauce, desplegando un espectáculo sombrío pero salpicado de bolas refulgentes, onírico desideratum de todo lo vivo querencioso de retorcerse. Verso licuoso pero fortalecido por un prepuciamiento de piedras y de atmósfera nocturna, acrecentando por deshielos, lluvias, manantiales, lágrimas, hontanares, gárgolas y los colgamientos tarzánicos de las cadenas de los buzones más secretos. Introducción inexorable y profunda del exterior enigmático en el gran cauce de la ciudad con sus luces en medio de nuestro alborozo e incipiente verriondez, propalando un lúbrico, sincero e impudoroso aferramiento al continuo desplazamiento del légamo predispuesto a sedimentar obturando el camino suda cristales.

Vocación de retrasar con el liviano esfuerzo del rozamiento sobre el músculo del labio un entarquinamiento definitivo, un empecinamiento viscoso, paralizante y mortal.

Amantes como somos del andorreo, en nuestros nocharniegos paseos o escapadas del sueño facilón, cuando no de la barahunda festiva y vocinglera, presenciamos una noche aquel callado, delirante y propincuo espectáculo cuya urdimbre rescatábamos de nuestro interior. Al igual que farolas, también encontrábamos solitarios, calamoncanos algunos y arrellenados sobre el borde del muro quizá sólo de cansancio, otros nos inquietaban con su figura enhiesta, con un empaque hierático y circunspecto, con un halo de echizo adornado con las chispas nacientes al colocar sus cerebros en el plano de las cabezas de las farolas.

Y los silencios se iban, los decibelios en aquellos momentos tan largos comenzaban a amontonarse cuando la tranquilidad de las riberas era perforada por una heratóclita orquesta compuesta por parejas que bailaban al son de tatareos de tangos o al de gemidos, violinistas entonando una canción de necesidad entre el río y la ciudad mientras nos miraban al pasar, otros que reían solos, otros que lloraban solos, onanistas decididos a enjalbergar con sus besos más puros y más desgarrados aquello negro que marchaba mientras gritaban nombres de ciudades, bardos que recitaban sus siempre improvisados y con prisas y a última hora poemas a las ménades entradas en otra época. Banda sonara que aplicaba más y más decibelios en medio de la creciente excitación parida por tanto romanticismo y por tanta humedad, soliloquios,

silbidos, canciones inentendibles, risas estridentes, hipeos, llantos capaces de afectar la relación entre el agua y las piedras modulando también el ondulear de la superficie del agua hacia un vehemente encrespamiento presencíándose la altura y el ritmo de las olas contagiando frenesí y fruición a aquel mundo que se sucedía en multitud de arqueamientos y curvas que crecían envuelto ya en una música disparada visceral infúsamente surgida y abandonada de bregas para concentrarse ya sólo en la excusa que amenizase la danza de la belleza en ondulada caricia bailada por las luces de aquellas farolas en brazos del caliente amartelado por momentos la intensidad y la aceleración de la escena desbordaba los pelos del río se ponían de punta los muros se rubificaban hasta quedar mimetizados los zumientos de Onán las risas elevaban las estridencias los llantos abiertos desembocaban berrinches aguzados por atiplados alaridos los violinistas rompían a sudar queriendo seguir aquel ritmo de amantes contribuyendo junto con las lágrimas de los ojos de las farolas temblorosamente parpadeantes o jugando a esconderse en una crecida de vaivenes primaverales del caudal del río ciudad río ciudad agua piedras agua piedras contagiados por el ambiente irrumpimos en una ansiosa recíproca y desaforada manipulación comulgando con el fervoroso completo e irretornable deslizamiento por sencilla gravedad se rompieron los botones río ciudad río ciudad agua piedras te entré agua piedras a punto ya de culminar en el paroxismo de la excitación de río río ciudad ciudad cuando NO.

Se doblaron los pelos, empalidecieron las piedras, se limaron las olas. Súbitamente un violento ruido, abrupto y seco al principio, para suavizarse como la palabra melancolía y acabar anegado en la interioridad del río después, inauguró un desolador silencio, ni llantos, ni risas, ni música, ni nada, sólo el abatimiento de la orquesta de ribera, sólo resuellos y quietud, perplejidad y un dirigir las miradas hacia el epicentro de los círculos crecientes y evanescentes que se dibujaban en el ahora calmado pellejo del agua, delatando el lugar receptivo al trozo de luna o de lo que fuese. Incertidumbre y pasmosidad entre los mirones incluso después de que varios metros más abajo, previamente adornado de una gran burbuja con los últimos suspiros, e identificado después como la figura enhiesta que tanto nos inquietó. Quizá no fue inmolación, sino emulación de las luces de las farolas para mecerse en el cordón liquido, quizá fue un lance de nueva cruzada de acendramiento, un recelo contra la lubricidad y concupiscencia de aquel lugar, o un perfeccionista del coitus interruptus, o la misión de un activista eleático de restañar el discurrir del río, o un canto para romper el espejo negro.

El humo de los dioses iba surgiendo del centro triangular del agua para ir abarcando poco a poco las orillas, el paseo, la avenida y la boca de las calles perpendiculares, que ahora necesitábamos que nos recibiesen con su beso cuadrado de asfalto bañado en miel y un cielo que comenzaba a añilarse.

 

 

Ponga una psicópata en su vida

 

Francisco Javier Rodríguez del Burgo

 

Las mujeres normalmente son ese extraño ser que viene a perturbar mi idílica intimidad sin ofrecer nada decente a cambio, Un himen bien cuidado puede ser a veces una buena moneda de cambio para un amor desgarrado y enfermizo como el mío.

Yo no creo que sea misógino, es más, no lo soy, a pesar de no faltar unas cuantas buenas razones para serlo. Es por ello que quiero dejar constancia de alguno de los casos más significativos que conozco. Así me lo contaron, y yo me limito a transcribirlo.

" Aquella tarde esa mujer pululaba por lugares céntricos bien conocidos, de los que no voy a dar detalles por no unir a lo sangrante de la historia un exceso de realidad reconocible que pueda conducir a hacer de mi relato algo universal y cotidiano que atormente al lector de manera compulsivo.

Me esperaba y en su mente cotejaba no más de diez cortas tardes con sus correspondientes conversaciones, un par de cartas, algún poema pueril y un encuentro pene-vaginal al que me resultaría optimista incluso calificar de polvo. Ese era todo el bagaje de nuestra relación. Difícilmente hubiésemos podido desgajar ninguno de los dos en aquel breve espacio de tiempo más que ligeras afinidades y el interés mutuo habitual y comprensible de querer agradar. Ella, sin embargo, intentaba llegar a mi complejo psique aplicando a mi pretendida conducta la vieja idea de que todos los hombres solo piensan en follar. Yo no soy culpable de su arcaica y machista educación, y sin embargo tuve que padecer en mis propias carnes la dureza que produce esa pobre y extendida filosofía ginaica.

No esperaba otra cosa- y cada pensamiento, cada segundo recordado hubiese sido irreconocible para mí, dentro de la negra vorágine en la que se envolvía toda disquisición que ella hacía. Simplemente, desde el primer instante en que nos vimos, la primera mirada me atrajo hacia esa mujer, hacia sus ojos (y hacia sus pechos, lo reconozco), sin embargo ella no contempló en ningún momento la pureza de mis sentimientos y constantemente la idea de que mi interés desde el principio hacia ella fue puramente sexual invadía el resto de conclusiones sobre mi persona; como si yo no hubiese podido ver en ella algo mítico, extrasensorial, como si lo único de lo que pudiese estar orgullosa es de aquellos enormes pechos que hacían revivir en mí la más tierna infancia. Pero ella, mientras tanto, miraba el reloj de nuevo, maldiciendo mi supuesto retraso y encendiendo un cigarrillo (odioso vicio, mataría a todas las mujeres que fuman) pretendía en mí una tendencia genérica a lo carnal (al género femenino, entiéndase) mientras yo, que como ya he dicho, no soy para nada misógino, centraba todo mi interés en conseguir su amor, su amor puro y sincero, cosa que después supe que no tenía. Desgraciadamente esas cosas siempre se saben después.

"Fields of joy. Suena, inunda la música el espacios pero yo no sé si en realidad existen campos de placer. "Come as you are" ¿ Tiene ella un ser, un algo propio ? Solamente se miente, se engaña a si misma. una vez yo le regalé una flor. Su mente simple pensó entonces que aquello era lo más maravilloso que le había ocurrido nunca y que el cariño y la ternura eran el fin último del hombre, y quién sabe si también de la mujer. Sin embargo, ahora pensaba que simplemente lo hice como disculpa por el sufrimiento que le iba a otorgar sin duda, y que afortunadamente no iba a tener que padecer porque acababa de decidir que no nos viésemos nunca jamás. Esta decisión fue para ella un alivio, pues ese sufrimiento debía estar ya cercano en el tiempo, es más, no entendía como estaba tardando tanto en llegar, en darle el castigo que, aunque ella no merecía, sin duda yo debía proporcionarle debida, únicamente, a mi condición de hombre. Seguramente ya la estaba engañando con otra, es más o por momentos estaba completamente segura de que en ese instante yo estaría traicionándola, por eso me retrasaba y muy probablemente a eso se debía la gran dulzura y comprensión con que yo la trataba. -!Qué cínico!- pensó, me escribe poemas de amor para librarse del gran sentimiento de culpa que le produce estar engañándome-. Sólo le quedaba el consuelo de que ella llevaba ya un tiempo engañándome a mí, gracias a que yo seguía empecinado en el amor y en escribirle poemas.

Pasaban diez largos minutos de la hora a la que no habíamos quedado, pues, sin darse cuenta, había confundido su cita conmigo con la que tenla con el otro. Se dio cuenta en ese mismo momento. Sacó la navaja del bolsillo de su chaqueta y la guardó de nuevo en su bolso. -Ya me vengaré de ese cínico cabrón- dijo, y echó a correr en busca de "el otro" (tal vez debería decir "el uno" o quizá "el huno") sabiendo que su tardanza le iba a hacer merecedora de una paliza que él no tendría reparos en propinarle. -Al menos~ pensó, -sé que lo hace porque

realmente me quiere-.

 

Javier martín "invex"

La playa era una olla a presión, no sólo por el personal que abarrotaba hasta el más mínimo espacio cubierto de arena, sino además, por el asfixiante calor con que el sol obsequiaba a diestro y siniestro.

Aquel era el mejor momento para acercarse a la orilla del mar y exhibir públicamente el trabajo intenso, de todo un año, sobre su cuerpo.Un cuerpo como mandan los cánones: musculoso y elástico, compensado y bien formado, sin un átomo de grasa, trabajado y modelado con gran esfuerzo durante el invierno.

Después de una larga búsqueda, por fin encntró un pequeño hueco libre entre un matrimonio de numerosa prole y una pareja de turistas nórdicas que se torraban con los pechos al aire.

Se despojó, parsimonioso, de la ropa, observado distraídamente por una mujer metida en años y en carnes, se recubrió de arriba a abajo de aceite bronceador, se irguió cuan alto era e hinchó el pecho, esperando ansioso la reacción de la muchedumbre.

Esta no tardó en producirse. La verdad era que aquel cuerpo apolíneo no podía pasar desapercibido !no señor! Incluso lucía un intenso bronceado, inusual para el escaso verano transcurrido, de modo que surgía como un semidiós de la mediocridad orgánica que lo envolvía.

Un padre de familia numerosa, bastante raquítico, aparentaba no darse cuenta, en tanto que se esforzaba por extraer algo de carne de donde sólo había hueso y piel, mientras su obesa mujer, con un gesto irónico, miraba ladinamente al esposo como intentando hacer comparaciones, y las nórdicas le observaban desde detrás de sus achicharrados senos, recreándose en sus formas atléticas y haciéndose las interesantes.

Se podía palpar la admiración con que la gente le comtemplaba, y sólo por eso bien valía la pena el sacrificio realizado durante los meses invernales. Todas las horas de gimnasi, de footing, de sauna, todas las dietas, estaban perfectamente calculadas, estudiadas y controladas hasta el más mínimo detalle y comenzaban ahora a rendir sus frutos.

Contrajo los brazos una vez más y una avalancha de músculos se precipitó hacia el exterior, amenazando con romper la piel que los contenía. Sonrió.

Satisfecho con la demostración, y sin dejar de exhibir una cuidada sonrisa, se dirigió hacia el mar. Erguido en todo momento, como si participase en un desfile militar, se fue introduciendo en las azules aguas, hasta que éstas le cubrieron casi por completo. En ese momento fue cuando recordó que había olvidado un pequeño detalle en su estudiada preparación invernal: aprender a nadar.

Y las azules aguas que nada sabían de entrenamientos intensivos, de dietas o de cuerpos apolíneos, se lo llevaron al fondo por una sencilla ley física.

 

 

¿Quién hay ahí?

El encanto mágico de la noche quedó roto por un instante, para manifestarse de nuevo una vez apgados los ecos de las voces.

Carlos escudriñó las formas oscuras del jardín, tratando de acostumbrar los ojos a la penumbra que lo envolvía.

Ahora no se oía nada, pero hacía un momento que los ruidos del exterior le habían obligado a salir de casa.

¿Quién hay ahí?- Volvió a gritar, sin obtener otra respuesta que el roce del viento en las ojas de los árboles.

Apenas había transcurrido un minuto, cuando dos sombras furtivas se deslizaron entre los arbustos en dirección del camino.Poco después las luces y el petardeo de un motor brotaron junto a las retamas y se perdieron carretera abajo en dirección al pueblo.

¿Quién era cariño?- Preguntó Ana a su marido.

Una pareja que debía estar pasándoselo muy bien-.

!Estos malditos veraneantes no tendrán otro sitio donde ir a follar que no sea este!-, exclamó Ana enfadada.

No era para menos.En la última semana no había habido noche sin jarana en el jardín. En una ocasión sorprendieron a dos parejas que hacían intercambio, en otra a una joven y a tres hombres. Tampoco faltaban los homosexuales.

El jardín de los Pérez era uno de los muchos que había en aquella parte de la urbanización, pero poseía un enorme atractivo para los amantes del sexo, debido a que carecía de alambrada, tan solo unos setos lo delimitaban, y sobre todo a que los Pérez no tenían perros. Estas peculiaridades y algunas otras, como que los dueños pasasen mucho tiempo fuera de casa, hacían que aquel fuese el lugar de retoce más frecuentado de toda la zona.

Y que es lo que hace la fuerza pública: !nada! !absolutamente nada!- gritaba Carlos, -¿para qué me molesto en poner denuncias?-

Pero la fuerza pública, que por cierto se reducía a tres hombres, bastante tenía con patrullar el pueblo y darse alguna que otra vuelta por la urbanización muy de tarde en tarde, por lo que se limitaba a amontonar las denuncias del señor Pérez en un cajón del fichero.

Por otra parte, todo el mundo en el pueblo conocía cuál era el uso que se daba a aquella propiedad y a nadie parecía importarle.Después de todo, los dueños casi nunca estaban en casa y, excluyéndoles a ellos, a nadie más molestaban los escarceos nocturnos. Lo malo era que aquel verano los Pérez habían decidido pasarlo allí y fue así como comenzaron los problemas.

Ana y Carlos permanecieron un rato sin hablar, sin moverse, envueltos por la oscuridad de la noche. A pesar de lo irritante que era para ellos, no podían negar que la situación les excitaba. Desde cierto punto de vista era hasta divertida. Hacía mucho tiempo que la monotonía y el aburrimiento se habían adueñado de sus relaciones, y aunque trataron de ocultarlo, sentían secretamente la necesidad de ser y comportarse como los nocturnos visitantes.

Seguían en la oscuridad sin mirarse y sin hablar, pero el deseo latía en ellos, despertando de un largo sueño por los recientes acontecimientos.

Cariño- dijo Carlos, rompiendo el silencio -¿Que te parece si hacemos el amor?

Bueno- respondió ella, tímidamente.

Lentamente se dirigieron hacia los arbustos, empujados por una fuerza misteriosa de la que los dos eran partícipes. Sus labios se buscaron, sus cuerpos entraron en contacto y rodaron por la hierba húmeda, entre el zumbido de los insectos y el crujir de las ramas de los setos.

De repente un haz de luz se posó en sus cuerpos. Detrás del cegador brillo de una linterna, recortadas contra el cielo y las hojas de los árboles, se perfilaron las siluetas de dos números de la fuerza pública, mientras una voz rugía acusadora:

!Malditos turistas! !No sabéis que esto es propiedad privada! !Es que no tenéis otro sitio donde ir a follar!

Las ranas se follan a los sapos

Rafael Vallejo

 

 

Él tenía la razón al comentar que las ranas se follan a los sapos sin hacerles heridas y que la polla del sapo entra bien y sin molestar nada.

Allí me ubicaba, en la cama, sin mis sábanas de seda. Lo único que me hacía parecer estar vivo era mi minicadena y mis calcetines estrechos que sonaban mejor que cualquier canción de Joaquín Sabina.

Llarrye la rana se ubicó encima de mí y masajeaba mi piel milímetro a milímetro, al tanto que yo observaba, con los ojos casi abatidos por el sudor y el ácido que me había tomado hacía escasas horas.

Yo estaba temerosa como un viento racheado y no por estar rodeada de él y que él estuviese desnudo y yo desnuda, sino por la posibilidad de que Roy llegase en cualquier momento y montase sus típicos ataques de histeria.

Llarrye es su mujer, la típica dominante con sus operaciones estéticas y famosa por su adicción a las pastillas. Cuando la besaba tenía miedo de que ella apareciese, pero luego metía su polla de sapo y dejaba de pensar, casi de respirar.

El instante de vibración líquida y cristalina se difuminó fugazmente.

Miré sus ojos, sus pupilas, y quise ahogarme en ellos y que se ahogara conmigo. Lamía mis cortes en la piel y tapaba mis cicatrices con sus caricias. Empezó a gritar, yo a gemir, parecía un concierto de alaridos. Luego se aplanó sobre mí, se había corrido. Sacó su polla de sapo de mí y empecé a echarla de menos. Se sentó al lado mío, me besó la boca y la frente al tiempo que sonreía.

Ella no tenía tatuajes, como la mayoría de los sapos, pero sí cicatrices, como un mapa del planeta. Ella se apartó de mí para visualizarme, quería ver mis escamas.

Descubrió la sangre enseguida, llamativa y muy roja, como un grito entre mis piernas. –No sabía que eras virgen- comentó. –¿Te ha dolido?- la preguntó mientras le sobaba las piernas. Las separé y lamió la sangre con delicadeza, tanto o más que un ritual. Sagrada y descomunal comunión.

Al día siguiente yo estaba solo, estábamos mi cuerpo desangrado, mi polla de sapo y yo. Me levanté, me fui al lavabo y me miré la cara con estupor, como si esperase encontrar a alguien nuevo o con una sonrisa diferente.

A pesar de todo, había sido una noche aparentemente completa, pero la vieja conocida seguía allí, con su pelo grasiento y restos de rímel en sus ojos, como si le hubiesen dado dos puñetazos. Intenté sonreir, pero la nostalgia que sentía entre las piernas la arrojó al suelo y se puso a llorar. Salí del baño, como de costumbre, arrastrándola. Entonces empecé a recoger mi ropa, había llegado la hora de pensar en marcharme.