En época histórica el artista, como ocurría en otros oficios,
iba siguiendo poco a poco el camino que le llevaba de aprendiz a
maestro en el seno de una sociedad gremial con normas muy rígidas
controladas por quienes ejercían el mismo oficio.
Casi de niño, alrededor de los 14 años, entraba de aprendiz en
el taller de un maestro con mas o menos renombre. El maestro se
comprometía a enseñarle el oficio y a mantenerle. A cambio, el
aprendiz colaboraba realizando las labores menos especializadas del
oficio. Cuando se consideraba que estaba capacitado para los
trabajos de menos detalle de la propia obra de arte, se sometía a
un examen para alcanzar el grado de oficial. Los oficiales
realizaban la mayor parte de la tarea del taller salvo aquellas en
que el maestro, bien por decisión propia bien por exigencias del
contrato, estaba obligado a realizar personalmente.
Aquellos oficiales que destacando en su oficio querían
independizarse debían de pasar el examen de maestro, con lo cual
además de poder contratar personalmente les permitía abrir su
propio taller, cerrando así una pirámide que permaneció rígida
durante siglos.
Los talleres, dirigidos por el maestro, realizaban siempre las
obras por encargo, que era ajustado mediante contratos estrictos en
los que se señalaban asuntos, tamaños, calidades, precios y plazos
de entrega de la obra de arte. En incumplimiento de alguno de los
extremos del contrato o la disparidad de criterios sobre su
interpretación -y la mayoría de las veces sobre las diferencias
económicas resultantes al acabar la obra-, motivaron numerosos
pleitos entre los artistas y quienes los contrataban, e incluso
entre ellos mismos. Gracias a contratos, cartas de pago, libros de
cuentas y pleitos, podemos saber hoy no sólo la autoría de muchas
obras, sino también el mundo que rodeaba el trabajo del artista.
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